Me gusta el ruido que hace el agua cuando entra en la pava vacía
y el ruido de cuando la tapo
y de cuando la apoyo en una hornalla.
Me gusta el ruido del chispero.
Me gusta el ruido de la tostadora cuando hace saltar la tostada.
Me gusta el ruido que hace la alacena cuando la abro,
y el ruido de la ventana, cuando la abro.
Las voy a abrir más, me dije hoy, porque me gustan sus ruidos.
Me gusta el ruido de la tecla de luz de la cocina
y también el de la teclita de la lucecita que tengo debajo de la alacenita.
Esa misma que hace un ruido muy lindo cuando la abro.
Me gusta mucho el ruido del tacho de basura cada vez que toco su pedal y se abre tan solícito.
Me gustan los ruidos de mi casa y el ronquido de mi perra.
¡Qué suerte que me gustan los ruidos de mi casa!
Porque no puedo escuchar el agua del río.
Ni las astas de los veleros campanillear
ni el concierto de ruidos de mi vieja bicicleta
ni puedo escuchar el murmullo de la gente en la entrada de mi cine favorito
ni cuando se afinan los instrumentos de una banda
ni cuando un actor sube a las tablas.
Todos esos ruidos y otros que son hasta mejores, no los puedo escuchar.
Se torna necesario, entonces, soñar este momento extraño.
Soñar el encierro, el desinfectante, la lavandina Ayudín, el alcohol y los barbijos
y entonces
Actuarlo
escribirlo
dibujarlo
musicalizarlo.
Se torna necesario hacerlo existir.
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