Errando entre Palabras

sábado, 26 de septiembre de 2020

Buenos Días

 


En mi cuarto queda siempre un espacio entre las cortinas,  nunca cierro la ventana, ni siquiera en invierno.

Abro un ojo e inmediatamente me preparo el primer café con leche del día. Mi perra, Pancha, me acompaña: se sienta y espera, mientras me mira con sus enormes ojos negros. Quiere dormir un poco más. 


Volvemos al cuarto, yo con mi café y ella con su sueño.


Es primavera. "...y otra vez primavera", como dice parte del título de la película de Kim Ki-Duk.


Vivir en un departamento: sólo un hilo de luz en la mañana, apenas ver la pequeñísima maceta en el alféizar de una ventana. Intuir un amanecer amarillo. Escuchar, porque es muy temprano, el canto de un "bicho feo",  un pajarito enojado y a otros piando a lo lejos. 


La chicharra de la barrera, como un  rayo, anuncia que en segundos se oirá la bocina del tren.

Uno, dos, tres...la oí.


Buenos días!

martes, 22 de septiembre de 2020

Los Días Silenciosos



Hoy es un día silencioso.

El silencio es hermoso, 

pero los días silenciosos,

no lo son.


Todo parece estar apagado. Está apagado.

No hay ruido de motores. No hay motores. 

No hay portazos, ni risas, ni gritos.


No hay música.


Cuando alguien muere

el día no habla ni se mueve. 

Millones de seres y de máquinas 

se aquietan, se detienen. 


Los días silenciosos son calmos,  pero tristes. 

La pena,

también lo aplaca todo.


Y se extingue el sonido

cuando se siente miedo.

Y se pausan estruendos,

si se empieza a temblar.

Y todo se enmudece

cuando aparece un final.


Los días silenciosos 

Son como una noche

insomne

Como el fondo del mar

Como la oscuridad.

viernes, 11 de septiembre de 2020

Sobre la pintura de un bar de Buenos Aires

No es algo que pueda descuidarse, ni que se pueda beber, ni lavar, ni arrugar. 

No se usa para tomar sol, ni para salir a pasear.

No es bastón, ni almohadón, ni piedra, ni tacita.

Para usarlo, primero debe tomarlo con cuidado, pues es sumamente frágil, y después de contemplarlo colocarlo en un lugar seco y fresco,  fuera del alcance de los niños. 

No es una copa de cristal, ni un remedio.

Debe ocupar un lugar importante, pero escencialmente debe estar a su vista.

Es probable que recuerde muchas cosas si lo observa atentamente: tiene historia. 

Si se acerca y mira con atención casi podrá sentir el alma del artista.

Olerá a minutas y a cafés con leche y seguramente también escuche el grito del mozo y su puño golpeando el mostrador.

Si pasa cerca de donde lo tiene guardado querrá mirarlo, pero se aconseja elegir los días apropiados. 

Si usted se siente más o menos, ese día no caiga en la tentanción, porque puede que le produzca algún decaimiento con un poquito de ganas llorar. 

Es poético.

Está lleno de detalles que lo emocionarán y puede ser que rememore a sus padres y a sus abuelos, o tal vez, a alguien en especial.

Mirarlo es como ver una vieja Buenos Aires y vaya a saber cuántas historias:  hombres sentados tomándose un café abandonados a su suerte, otros devorando el plato del día con un miñóncito en una de las manos y la sección de empleos en la otra. Encuentros de prometidas felices luciendo su anillo,  esa  loca del barrio, que ocupa siempre el mismo lugar y tal vez tristes desencuentros

No es muy grande el dibujo, pero es inmenso.

Cada tanto, vale la pena tratar de sentir el olor de su papel y de la tinta y hasta acariciarlo, pero luego, por favor, con muchísimo  esmero vuelva a guardarlo entre las hojas de un libro hasta que lo pueda enmarcar y colgarlo, con orgulloso, en un lugar especial

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El Beso Perfecto



Manuela y su hija estaban sentadas en la galería. Era una tarde de octubre y el aire de primavera era muy agradable. Compartían unos mates en silencio, cada una en su mundo. Manuela escuchaba el barullo que hacían los pájaros al atardecer. Le encantaba ver el vuelo decidido de las palomas que saben a dónde van y para qué, a diferencia de otros pájaros que vuelan desordenadamente, girando y dando vueltas. En medio de ese éxtasis primaveral, su hija le preguntó, así, sin más, el nombre de su primer amor. Manuela se quedó mirándola por unos segundos, sonriente y le dijo que había sido un chico que se llamaba Juan y que lo había conocido sobre el final de su adolescencia. Eso fue lo único que Julieta quiso saber,  porque no hizo más preguntas y se echó en una reposera con su celular.

El primer amor de Manuela estaba hecho de rulos que le caían sobre la cara y se movían, al ritmo de sus pasos, subiendo y bajando como si fueran resortes mágicos. Juan era rubio, no era muy lindo, pero era muy inteligente y simpático. Casi todo de él la había deslumbrado, pero sobre todo su andar suelto, su modo espontáneo de transitar la vida.

Juan vivía en una casa derruida, con un jardín que tenía el pasto tan alto que  estaba a punto de transformarse en bosque.   Eso también le había encantado: que él viviera libre de formalidades. Ella todavía cree que eso hace a las personas más interesantes y amables – en el sentido de que pueden ser amadas-

Manuela y Juan nunca fueron novios y todo lo que había imaginado con él, que no había sido poco, un día se deslizó por su cara sabiendo a mar. En ella, esa costumbre de llorar persiste, aunque a veces dice que llora de cansancio.

Juan permaneció en el recuerdo como su primer amor y la vida continuó dando vueltas y más vueltas, sobre todo, cuando intentando ser un poco más feliz, tuvo que rectificar algún camino. Manuela se casó, tuvo una hija, y se divorció. 

Juan tenía una sonrisa muy dulce y una canchera inocencia. Fue un amor especial.

Lo había visto por primera vez un domingo a la tarde, en un bar que tenía el piso lleno de cáscaras de maníes. Maníes, que antes de crujir en el suelo estaban dentro de un barril. Había ido con sus dos mejores amigas: Natalia y Mariana.

El lugar se llamaba Reina Victoria y era una casa antigua ubicada al lado de la Municipalidad. Los domingos a la noche, en una pantalla gigante, proyectaban películas. Esa vez fue "Volver al Futuro". Juan también estaba con sus  amigos y todos tenían algún sobrenombre: El Alemán, Pino, El Tano. 

Como en el bar no había más gente que ellos, después de la película compartieron una mesa, tomaron algo y se divirtieron hasta que les avisaron que tenían que cerrar. A partir de ese encuentro se hicieron amigos, muy amigos, y hacían diferentes programas en grupo: iban al dique, al río, se juntaban a tomar mate y los domingos  a Reina Victoria a ver alguna película.

Juan había sido su primer amor y también su mejor beso.

Ella no sabía bien qué hacer: era amiga de Juan, pero él era su amor. Se cuidaba de no dar señales de que le gustaba. En honor a su escrupulosa y muda educación en relación al sexo,  al amor y a casi todo,  se esforzaba por disimular, innecesariamente.

En algunas reuniones, Manuela lo miraba mientras se imaginaba que sólo tenía que ir  caminando hacia él y besarlo: tan fácil como eso. Juan la trataba amorosamente, pero ella no sabía si esa actitud significaba un sentimiento especial hacia ella.

Una noche en el baile del club, durante los lentos, la sorprendió por detrás, la tomó de la mano y la llevó a la pista. Estaba feliz, nunca había estado tan próxima a sus rulos, ni a su piel, ni a su cuerpo. Se abrazó a él, para su sorpresa, sin pudor. Él solía conversar mucho, pero bailó en silencio.

Luego de un rato fue Juan quien la abrazó un poquito más y la miró. Casi habían dejado de bailar, se miraron de frente, cerca y se fueron acercando más, hasta que se dieron un beso, un beso perfecto. Uno tan lindo que durante muchísimos años fue el mejor de su vida. Manuela estaba tan contenta que en ese momento, el mundo desapareció. Con el tiempo supo que el mundo siempre desaparece en los instantes de felicidad.

Juan fue su primer amor, su beso perfecto, pero también el primer amor no correspondido.

A la semana siguiente, la escena del beso se repitió, casi de manera idéntica. Habían ido a bailar, Juan la tomó de la cintura y la alejó del grupo.

Bailaron y se volvieron a besar. Él no habló. Habían pasado de la amistad a besarse sin que mediara palabra,   pero era tan lindo lo que estaba sucediendo que Manuela justificaba ese silencio en la confianza que se tenían. Lo cierto es que a ella no le salían las palabras. Años más tarde,  Manuela seguía intentando hablar y no perderse así misma, como esos pájaritos que dan vueltas sin ton ni son.

Juan había sido su primer amor, su mejor beso y su primera desilusión.

A la semana siguiente ella y sus dos amigas fueron a la inauguración de un boliche nuevo, en otro pueblo. El lugar estaba lleno de gente que utilizaba cerveza para hacerse grandes jopos, se pintaba los labios de color negro y usaba largos spolverinos. Todos estaban vestidos así, inmersos en su propia oscuridad, como la banda The Cure.

Ellas se reían de los personajes  que se iban cruzando mientras caminaban hacia la última pista. Mariana tuvo que regresar a la puerta a encontrarse con su hermana. Cuando volvió dijo, mirando a Manuela: no vayan hacia la puerta. 

Bastó ver su cara de espanto para que le preguntaran el motivo, pero no hizo falta su respuesta, en ese momento, entre toda esa gente extraña, Manuela vio a Juan besando a una chica. A otra, que no era ella.

Se quedó mirando sin ver y con un inmediato malestar en el estómago.  Todavía sufre ese dolor de panza cuando ve lo que no quiere ver. Manuela se puso a llorar y decidieron irse. Cuando salían, Juan la vio y cruzaron por un segundo la mirada, pero ella siguió caminando con sus amigas, que tampoco lo saludaron.

Él, que había sido su primer amor, su mejor beso, y su primera desilusión, también fue su primer “por qué”, de una larga lista de porqués en su relación con los hombres: Manuela no es paloma.

Al día siguiente de aquella noche, Juan fue a su casa en su ruidoso Mehari. Su papá lavaba el auto en la puerta -su auto estaba siempre pulcro- y le avisó que la buscaban.

Manuela bajó la escalera lentamente y con la pesadez de quien pasó toda la noche y el día llorando. No le importó nada tener los ojos hinchados y la nariz roja.

Se sentaron en la mesa del disciplinado y pulcro jardín de sus padres, ubicado en el fondo de su casa, que también era pulcra.  Manuela no dijo ni una palabra, no le salían. Habló Juan.

Lo que le dijo, ella lo volvió a escuchar otras veces en su vida: que era linda, inteligente y simpática, pero que se había dado cuenta que seguía queriendo a esa chica, a ésa que había estado besando unas horas antes y bla bla bla  y que ya habían sido novios.

Juan no dejó de ser su primer amor y su primer mejor beso, sin embargo, Manuela entendió que ella lo besó con amor y que él seguramente con destreza, porque los besos pueden ser riquísimos y no contener ni una pizca de ternura.

Ya se había hecho de noche y los pájaros estaban en sus nidos. Su hija le preguntó qué iban a cenar.

Manuela miró la hora, se levantó de la silla, recogió las cosas del mate y entró a la cocina entendiendo que ni ella había cambiado tanto, ni el mundo había cambiado tanto.


Cuadro: El beso de Klimt