Miraba por los ventanales de la Universidad ¡había palmeras! y miré las palmeras.
¡Y había árboles! Y miré los árboles.
Cerraron una puerta y me perdí. Permanecí cinco segundos viendo un pasillo sin escalera.
Por acá no es; pensé, hasta que una cabecita se asomó detrás de un escritorio altísimo y me dijo: ¿A dónde va?
Qué suerte que encontré algo que me interesa mucho, porque tengo una edad en la que no se puede vivir sin mirar palmeras o árboles.
Porque no se puede pasar por el río sin mirarlo.
Porque ya no se puede.
Porque ya no se puede ignorar el sonido del reloj de la cocina, el ruido de la avenida, mis propios oídos cansados del día.
Mejor estar presente y no pasar muchos días sin mirar.
La obligación se roba los detalles de la vida.
Y, como decían las paredes del Sarmiento entre las estaciones de Once y Caballito: ¡Minga!