El sábado, una señora colgó en su
balcón un cartel gigante que decía: "Mañana Gran Función Gran”, e invitó a
los vecinos a escuchar cuentos que iba a leer desde ahí.
De a poco, los vecinos leyeron el
cartelón y la noticia fue corriendo de boca con barbijo a boca con barbijo,
(porque decir tapabocas es muy feo) y se pusieron muy contentos, porque para el
sábado tenían un plan.
Tanto entusiasmo generó la
noticia del evento, que el domingo madrugaron para iniciar los
preparativos: cocinaron tortas, bizcochitos y los más tristones de la
cuarentena lavaron sus pantuflas e igual recibieron muchas felicitaciones.
Luego, llegó la hora de
arreglarse para la ocasión. Dejaron los pijamas y las batas en los canastos
de la ropa sucia; se dieron un buen baño, con cabeza y todo; se cepillaron el
pelo y se cortaron las uñas. También se pusieron un poco de perfume y se
emperifollaron chochos de la vida. Algunas mujeres aprovecharon para usar tacos
y otros se envolvieron en frazadas, porque hacía mucho frío.
Así, cada familia armó su platea
con una mesita cerca, para colocar las macitas, las tacitas de café, los vasos
con chocolatada y, por supuesto, el mate.
La contadora de cuentos colgó en
su balcón un telón color rojo, como en sus viejos tiempos, un reflector para
que se la vea bien y un micrófono con un enorme parlante.
La señora que regala cuentos
tiene el cabello largo y plateado y se puso un vestido especial que había
heredado de su abuela que también había sido contadora de cuentos. Era un
vestido largo, larguísimo, hecho con muchísimos retacitos de tela de colores.
Después, se pintó un poco los cachetes, los labios de rojo carmesí y a las
cuatro en punto, un poco nerviosa, anunció, detrás del telón, que la función
estaba por comenzar.
La alegría estuvo presente y se
notó desde que se ubicaban en sus balcones, pero ante el inminente comienzo,
aumentó y se escuchaba a los niños cantando: ¡qué empiece! ¡qué empiece!
En el balcón-escenario había tres
arbolitos a los costados y una banqueta alta en el medio (también conocida como
bancón) pintada de color oro.
A la hora exacta, la señora hizo
sonar unos clarines, pidió que apaguen los celulares y que los guarden dentro
de sus casas sin hacer trampa.
Acto seguido se acomodó en su
asiento dorado, respiró hondo, convocó a los duendes de los teatros, dijo el
nombre de Pugliese tres veces y, finalmente, tiró de un piolín que abría el
telón de par en par.
Ante sus ojos, la contadora de
cuentos tenía como cuatrocientos cuatro palcos, entre ventanas y balconcitos,
con niños, mamás, papás, abuelos y los solos y solas. Se emocionó y a pesar de
que se le llenaron los ojos de lágrimas, como toda una profesional tomó su
micrófono y dijo su primer... Había una vez...
Contó cuentos preciosos de niñas
valientes, de hombres que vendían seda, de mensajes ultra secretos, de magos y
de monstruos que habitaban los bolsillos. Contó historias de chicos enamorados
y de amores exagerados, de una chica y su paraguas, de panaderos y de animales.
Cuando terminó el público aplaudió a rabiar y tuvo que hacer varios bises.
La amable señora, de vestido
colorido, estaba tan feliz como su vecindario y recogía las flores y los
paquetes con bizcochitos caseros que llegaban a su balcón.
Finalmente, saludó con una gran
reverencia, tomó otra vez el piolín para cerrar el telón y desapareció entre
aplausos que se fueron apagando de a poco.
Desde el
domingo, niños y adultos se asoman a cada rato para ver si pronto habrá una
nueva función.
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