Errando entre Palabras

lunes, 3 de agosto de 2020

Las glotonas

Mi hermana y yo fuimos a la Escuela N°3 Gral. Don José de San Martín de la ciudad de Moreno. Íbamos al turno mañana porque mi papá decía que la tarde era para los vagos. Sentencias de mi papá.

La escuela aún existe, aunque más deteriorada, como casi todo en esa ciudad, que ahora es más fea, muy pobre y  mucho más insegura.

En las aulas convivíamos niños con diferentes recursos económicos, por ejemplo: mi papá era fotógrafo, pero el papá de una compañera tenía campo, otro papá era médico y el papá de Pedro era recolector de residuos de la Municipalidad. El de Norbi era mecánico y así. Las mamás trabajaban en sus casas, excepto la madre de una compañera que era maestra.

Como en casi todas las escuelas, festejábamos tres cosas: los cumpleaños, el día de la primavera y fin del año.

Esos días eran especiales, aunque, estrictamente, lo único diferente al resto de los días era que no hacíamos tareas después del segundo recreo; que a veces teníamos permiso para sacarnos el guardapolvo y que llevábamos algo para compartir.

Las fiestas eran eso; sin embargo, en mi escuela pasaba algo particular. Nuestras maestras eran glotonas, pero glotonas glotonas, lo que generaba cierta tensión en nosotros, los alumnos.

Cada quien llevaba lo que podía compartir, lo cual no era un detalle menor para nuestro futuro inmediato.

Los días de fiesta tenían un momento particular: cuando desembolsábamos nuestros paquetes y los poníamos arriba del escritorio de la señorita. 

Todos juntos y amontonados nos acercábamos con nuestras cosas para dejarlas ahí, mientras la maestra observaba y controlaba, de brazos cruzados, el banquete. 

Ante cada cosa que apoyábamos sobre su escritorio, la glotomaestra sonreía, curioseando con cierto disimulo y luego, la cantidad de dientes que te mostraba era proporcional al tamaño del paquetito y a lo que éste prometía.

Una vez finalizada la entrega nos íbamos a sentar a nuestros pupitres y la "señorita" revisaba el interior de nuestras ofrendas haciendo comentarios muy entusiastas sobre algunos. Los que eran más elogiados recibían un felicitado a la brevedad.

Cuando los halagos no te tocaban, vos te preguntabas por tu vida. Por la falta de amor de tu mamá y tu papá que no te querían tanto como para entender, que lo que nos daban era mucho más que comida.

Después de la inspección, la señorita apartaba lo que había merecido un aplauso para el bolsillo de un padre o la batidora de una madre y separaba los indeseables. Nos decía que había que esperar hasta la última hora para festejar y escribía alguna tarea en el pizarrón. Todo el mundo se ponía a trabajar rápido con la ilusión de que el tiempo pasara velozmente y empezara la fiesta.

Entonces, cuando reinaba el silencio, la glotorita salía del salón abriendo la puerta con cuidado, se paraba en el umbral y profería una amenaza: "¡Ahora vuelvo! Si escucho a alguien hablar se suspende la fiesta y me llevo todo para mi casa. Miren que dejo abierto y escucho", y salía taconeando por los pasillos de la escuela.

Mientras no estaba, el silencio no era una opción, la charla comenzaba como un murmullo hasta transformarse en un griterío tremendo. Con las reglas se lanzaban bolitas de papel mojadas en saliva que iban a pegarse directamente al techo; nos reíamos exageradamente y se armaba un infierno de los mil demonios que no eran ni más ni menos que expresión de la libertad maestril.

Pasado un buen rato se escuchaban pasos y risas que se aproximaban, todos volvíamos a nuestros asientos y entonces llegaba la glotomaestra con otras glotomaestras, todas chochas de la vida. Entraban al aula con algarabía y se dirigían directo al botín que había sido delicadamente seleccionado. Lo miraban, sonreían, se relamían y felices, al tocar el timbre, se llevaban lo mejor: La mejor torta, los mejores sandwichitos, en fin, lo que fuera mejor. Literalmente nos robaban lo que era para todos.

Las glotomaestras festejaban sin disimulo y a cara descubierta el robo, mientras nosotros las observábamos partir.  Yo odiaba ese momento de felicidad que compartían entre ellas a costillas nuestras.

En la última hora, sólo comíamos lo que quedaba y la señorita, que a esa altura ya estaba pipona, decía:

"Compartan, compartan, hay que aprender a compartir".

Fui a la primaria entre 1973 y 1979. Creo que es probable que hayamos aprendido alguna otra cosita que lengua y matemática.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario